La sencillez de la Iglesia Primitiva y el esplendor de su santidad hicieron de la práctica litúrgica una expresión viva de la fe de la Iglesia, pero también su cofre seguro, ya que la celebración de los Sacramentos no es resultado de una refutación teológica sino que es lo entregado de nuestro Señor Jesucristo por el Espíritu Santo, Quien «se los enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho.» (Jn 14:26).
Crisma es una palabra de origen griego que significa «la unción»; indica el aceite aromático que se usa en el sacramento. El aceite, en general, ocupó un lugar significativo en la antigüedad: los romanos se ungieron con él, en preparación para sus fiestas, siendo un símbolo de la alegría. Con los hebreos, también tuvo su función importante por su propiedad penetrante en el cuerpo, se usaba en las fiestas (Am 6:6), y se derramaba a los visitantes en gesto de generosidad y de respeto (Sal 23:5), hay también que exaltar su importancia en la unción de reyes y sacerdotes, pues como el aceite penetra en el cuerpo y se adentra en los miembros, así el Espíritu de Dios penetra en las almas de los escogidos «El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Noticia» (Isa 61:1).
La mezcla del Crisma contiene aceite de olivo, vino puro de uvas y treinta y cinco esencias y perfumes naturales, entre ellas bálsamo y almizcle. «Tal como Cristo asumió un cuerpo terrenal y es el Sacerdote para siempre ante el Padre, también nosotros recibimos nuestra función sacerdotal de la esencia de las perfumes de la tierra; a fin de que, habiendo recibido esta unción real, seamos dignos de participar con el Señor en su obra redentora de la creación entera», dice san Atanasio.
San Juan Crisóstomo comenta sobre la Revelación divina en el Bautismo del Señor y dice que el Espíritu Santo vino sobre el Señor «no nada más para indicar a Juan y a los presentes al Hijo de Dios, sino para que aprendas que, a ti también viene el Espíritu Santo cuando te bautizas.» La venida del Espíritu Santo, que san Juan Crisóstomo menciona no se refiere sino a la Santa Crismación cuya institución se adjunta a la del Bautismo sin ser los dos envueltos en un solo Sacramento como lo vamos a ver. Y si la ausencia de una mención clara de la Santa Crismación en las palabras del Crisóstomo se convierte en un obstáculo para entender su intención, san Cirilo, obispo de Jerusalén, aclara cualquier confusión al decir: «Él (Jesús) una vez bautizado en el Jordán […] salió de estas y el Espíritu Santo descendió a Él en forma de visible posándose sobre Él como alguien que le era semejante. De modo también semejante, después de que subisteis de las sagradas aguas de la piscina, se os ha dado el Crisma, imagen realizada de aquel con el que fue ungido Cristo: en realidad es el Espíritu Santo» (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis).
En tiempos de los Santos Apóstoles, la aplicación del Sacramento de la Crismación era confiada, exclusivamente, a los mismos apóstoles por la imposición de las manos sobre los bautizados. Eso lo vemos en (Hch 8:9-17): el Diácono Felipe bautizó a los samaritanos, pero dado que no tenía la autoridad de la imposición de manos (Crismación), uno de los apóstoles tuvo que venir para aplicar el Sacramento: «entonces les ponían (Pedro y Juan) las manos y recibían el Espíritu Santo.» (Hch 8:17). San Pablo también, después de bautizar a unos discípulos del Bautista en el nombre del Señor Jesús, les puso las manos «y habiéndoles Pablo impuesto las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo» (Hch 19:1-6).
No mucho después, se percibe una ausencia de dicha aplicación por imposición de los manos. Pues el Sacramento ya se aplicaba por la unción con el Crisma consagrado exclusivamente por los Apóstoles y, posteriormente, por sus sucesores, los obispos. A partir del Siglo II, muchos testimonios dan testimonio ya del uso del Santo Crisma. El más antiguo se atribuye a San Teófilo de Antioquía (180 d.C.): «Nos llamamos Cristianos, porque fuimos crismados (ungidos) con el óleo de Dios.» Tertuliano dice: «Al salir de la pila bautismal, fuimos ungidos con el Santo Óleo»; también la Tradición apostólica de Hipólito, obispo de Roma (215), incluye una clara referencia sobre la Crismación.
Aunque no sabemos el lapso exacto en el que se empezó a usar el óleo definitivamente en el Sacramento, no obstante, la extensa difusión de dicha aplicación, en Oriente y Occidente según los testimonios arriba mencionados, nos convence de que el origen de su uso se remota al Siglo I y, lo más probable, a la época de los apóstoles, ya que en ningún testimonio histórico se ha mencionado alguna pelea o discusión sobre la utilización del Santo Crisma, lo que confirma su autenticidad apostólica.
Sostiene esta teoría el hecho de que los mismos Apóstoles, aún realizando el Sacramento por imposición de manos, tenían completamente axiomática la relación entre el descenso del Espíritu Santo y el verbo «ungir» (χρίζω); por ejemplo, Juan el Evangelista dice: «En cuanto a ustedes, estén ungidos por el Santo (Espíritu) y sepan todas las cosas.» (1Jn 2:20). Εl Apóstol San Pablo escribe a los tesalonicenses: «Es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones.» (2Cor 1:21-22).
San Nicolás Cabasilás, teólogo del siglo XIII, observa que la Iglesia trata ambos gestos litúrgicos, unción e imposición de manos, en concomitancia: «Los reyes y los sacerdotes, bajo las antiguas leyes, se ungían. La Iglesia, pues, usa la unción para entronizar a los reyes, mientras impone las manos en la ordenación de los sacerdotes, eso significa que mira hacia la imposición de manos y la unción con el mismo ojo [...] En realidad los Padres de la Iglesia llaman a la ordenación una unción sacerdotal.» Son como las dos caras de una sola moneda.
En el rito ortodoxo, la Crismación acompaña al Bautizo, pues no separa la unción de la inmersión más que el vestirse en blanco. Esa adhesión es una herencia eclesiástica, más aún, evangélica: «porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.» (1Cor 12:13). San Juan Crisóstomo, comentando este versículo, dice: «En el descenso del Espíritu Santo, que aceptamos durante el bautizo antes de participar en la Divina Eucaristía [...], todos hemos recibido el mismo Espíritu»; tan obvia es la adhesión entre Bautismo y Crismación, que el segundo parece disolverse en el primero. En realidad, al decir «antes de participar en la Divina Eucaristía», el Santo obispo se refiere a la Crismación, pues esta relación legítima entre los dos sacramentos no contradice a que sean dos, ya que el recién bautizado se reviste con la túnica blanca por haber sido bautizado y también para ser ungido.
Por el bautismo «se le devuelve al hombre su verdadera naturaleza en Cristo, pues se libera del aguijón del pecado y se reconcilia con Dios y con la creación» (Alexander Schmemann). Es la incorporación del bautizado en el cuerpo de Cristo por la participación en su Muerte y su Resurrección (la triple inmersión) es lo que expresa el canto con el cual los fieles reciben a los bautizados: «Ustedes que fueron bautizados en Cristo, de Cristo se han revestido.»
El Espíritu Santo otorga a cada persona re-creada según la imagen de Dios la posibilidad de realizar la semejanza; la realización de la semejanza era la vocación que el primer Adán perdió por su caída ya que la imagen divina se deformó en él; el Segundo Adán recuperó esta imagen con su Muerte y Resurrección. Nuestro Bautismo, como participación en la Muerte y Resurrección de Cristo, es participación en la imagen recuperada, es decir en el Cuerpo resucitado de Cristo, la Iglesia; y en ella, empieza la marcha hacia la santidad, meta que el Espíritu Santo con su descenso personal (Crismación) hace factible.
Cabasilás aclara esta compresión cuando interpreta lo dicho por san Pablo: «Pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17:28) y afirma que el versículo mencionado indica los efectos de los tres sacramentos consagrantes en la vida cristiana: «Por la Eucaristía vivimos, por la Crismación nos movimos y actuamos, mientras nuestra existencia espiritual la tomamos en el Bautismo.»
Crismación: el Pentecostés personal.
«Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos unidos (la Iglesia) [...] quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch 2:1-4). Pues el mismo Espíritu Santo era otorgado a los apóstoles como don, mientras los carismas —es decir, las fuerzas y capacidades que los apóstoles tuvieron enseguida— son consecuencias del misterio realizado; pues, mientras los apóstoles recibieron al Espíritu Santo, Él les concedió hablar en otras lenguas.
En los Maitines de la Fiesta de Pentecostés cantamos: «Oh Santísimo Espíritu, que procede del Padre, y viene, por el Hijo, sobre los Discípulos [...]» (Exapostelario de Pentecostés). El icono de Pentecostés revela la reunión de la Iglesia, el Cuerpo del Señor, en la que el Espíritu Santo descendió a cada uno de los miembros: «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos» (Hch 2:3).
«El sello del don del Espíritu Santo»
La unicidad de este sacramento y su importancia se manifiestan en la frase recitada al ungir los miembros del bautizado: «el sello del don del Espíritu santo», lo que revela la Crismación como Pentecostés. Sería equivocación mezclar el uso de la palabra «don» en singular (κάρισμα) con el plural «dones» (καρίσματα), cuando se dice que la frase mencionada —como explican algunos teólogos de Oriente influenciados por una teología escolástica occidental— se refiere a la adquisición unos dones del Espíritu Santo.
Es obvio que la práctica litúrgica ha insistido siempre en el uso singular de la palabra «don», a pesar de que el vocabulario eclesiástico la dispone también en plural; p.e. San Pablo dice: «Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo» (1Cor 12:4). Si la meta del Sacramento de la Crismación fuese conceder «dones» especiales u otorgar una «Gracia» necesaria para que el hombre conserve su vida cristiana, la palabra hubiera aparecido en plural. Si no aparece en plural, es debido a que la novedad de este Sacramento y su completa unicidad surgen de que otorga al hombre, no un don especial o dones del Espíritu Santo, sino que le otorga al mismo Espíritu Santo como don. (Alexander Schmemann).
Pentecostés de los Apóstoles: primera práctica de la Crismación
El Espíritu Santo que descendió sobre los Apóstoles en forma de «lenguas como de fuego», desciende sobre los bautizados invisiblemente por el sacramento de la Crismación: «Somos ungidos con el Crisma que es el símbolo del descenso del Espíritu Santo», dice San Cirilo de Alejandría.
En la oración que inicia cada servicio, rogamos al Espíritu Santo: «ven a habitar en nosotros», ya que la adquisición del Espíritu Santo es «el objetivo de toda vida cristiana» como dice san Serafín de Sarov. En otras palabras, según Vladimir Losky, un teólogo ortodoxo contemporáneo: «Pentecostés es el objeto y la meta de la Divina Providencia en la tierra», ya que el Reino del cielo, como lo define San Pablo, es «justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom 14:17). Dado que el Espíritu Santo no se encarnó sino el Hijo, su presencia personal no tiene imagen sino que revela todo lo que pertenece a Cristo, pero «todo se vuelve icono o imagen suyo (del Espíritu Santo) cuando viene y hace su morada en nosotros» (Alexander Schmemann); Cristo mismo en su diálogo con Nicodemo habla de esta presencia dinámica del Espíritu Santo: «el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a donde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3:8). Se trata, entonces, de una experiencia personal inexpresable por el vocabulario humano.
Obteniendo al Espíritu Santo por la Santa Crismación, la santidad es el nuevo contenido y objeto de nuestra vida: «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gal 5:25).
En este Sacramento se anuncia la consagración entera del bautizado a Dios. Por eso, el sacerdote unge con la señal de la cruz todos los miembros del cuerpo, pues esta consagración es un obsequio de Dios, que el hombre es incapaz de obtener salvo por la asistencia de Espíritu de Dios. San Cirilo de Jerusalén explica a los recién iluminados la importancia de la unción de las diferentes partes del cuerpo: « Fuisteis ungidos en primer lugar en la frente, para ser liberados de la vergüenza que el primer hombre que pecó exhibía por todas partes y para que, a cara descubierta contempléis la gloria del Señor como en un espejo. Después en los oídos, para que pudieseis oír los divinos misterios, de los que Isaías decía: “Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos” (Is 50: 4); […] Luego fuisteis ungidos en la nariz, para que, al recibir el divino ungüento, dijeseis: “Somos para Dios el buen olor de Cristo entre los que se salven” (2Cor 2: 15). También fuisteis ungidos en el pecho, para que “revestidos de la justicia como coraza” pudieseis resistir a las asechanzas de Diablo” (Ef 6: 14, 11)» (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis).
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