Una de las paradojas de la moral cristiana es que el matrimonio y el celibato, si bien suponen comportamientos prácticos diferentes, se apoyan sobre la misma teología del Reino de Dios, y, por lo tanto, sobre la misma espiritualidad.
La particularidad del matrimonio cristiano consiste en transformar y en transfigurar el afecto humano y natural que existe entre un hombre y una mujer en un vínculo eterno de amor, vínculo que no puede ser roto, ni siquiera por la muerte. El matrimonio es un sacramento, pues por él el futuro Reino de Dios, las bodas del Cordero (Apocalipsis 19, 7-9), la plena unión de Cristo y de la Iglesia (Efesios 5, 32), son anticipados y representados. Un matrimonio cristiano encuentra su significación última no en la satisfacción carnal, la estabilidad social, o un medio de asegurar su posteridad, sino en el “esjaton”, en las “cosas últimas”, que el Señor prepara para sus elegidos.
Ahora bien, el celibato —y en particular la vida monástica— está justificado en las Santas Escrituras y la Tradición por la misma referencia al Reino futuro. El mismo Señor ha dicho: Porque cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos (Marcos 12, 25). Este pasaje no pretende negar el matrimonio cristiano como una realidad continuada en el Reino futuro, sino que el Señor allí afirma el carácter temporal de la “carne”. Así, el Nuevo Testamento, varias veces, hace el elogio del celibato en tanto que anticipación de la “vida angélica”: hay, en efecto, eunucos que son nacidos así del seno de su madre, hay eunucos que se han vuelto por la acción del hombre, y hay eunucos que se hacen ellos mismos tales a causa del Reino de los Cielos. El que pueda entender, que entienda (Mateo 19, 12). La gran figura de San Juan Bautista, San Pablo y los ciento cuarenta y cuatro mil del Apocalipsis (Apocalipsis 14, 3-4) han servido de modelos a innumerables santos cristianos que han guardado la virginidad por la gloria de Dios.
Es por reaccionar contra el relajamiento sexual que prevalecía en el mundo pagano, e igualmente por expresar el sentido cristiano primitivo del desapego de la consideración del mundo, que los llamados a la virginidad son muy numerosos en los escritos de los Padres de la Iglesia. El monaquismo ha aparecido, con mucho, como la solución más segura y más elevada de los problemas morales. A pesar de este predominio del espíritu monástico, la Iglesia ha mantenido también de manera intransigente el valor positivo del matrimonio en el clero. Ella ha reconocido universalmente en el matrimonio un sacramento, mientras que solo algunos escritores eclesiásticos atribuían igualmente un carácter sacramental a la ceremonia de la tonsura monástica. Este valor positivo del matrimonio es magníficamente expresado en los textos de San Clemente de Alejandría, uno de los fundadores de la teología cristiana (siglo III) y del gran San Juan Crisóstomo (+ 403).
Así, matrimonio y celibato son dos maneras de vivir el Evangelio anticipando el Reino, Reino que ha sido revelado ya en Cristo, y que debe aparecer con toda su fuerza en el último día. Evidentemente, sólo un matrimonio “en Cristo”, sellado por la Eucaristía, y un celibato “en nombre de Jesucristo”, portan esta significación cristiana “esjatológica”. Ni un matrimonio concluido al azar, como un contrato temporario, ni la práctica sexual llamada “libre”, ni, por otra parte, un celibato aceptado por inercia, o peor, por egoísmo e irresponsabilidad auto-protectora, tienen el valor espiritual descrito más arriba.
Un matrimonio cristiano presupone sacrificios, responsabilidad familiar, abnegación y madurez. Igualmente, el celibato cristiano es inimaginable sin la oración, el ayuno, la obediencia, la humildad, la caridad y una ascesis constante. La psicología moderna no ha “descubierto” el hecho de que la ausencia de vida sexual cree problemas; los Padres de la Iglesia lo sabían muy bien, y han elaborado un sistema notable de preceptos ascéticos —base de toda regla monástica— preceptos que aportan la castidad posible y dichosa. Ellos sabían, a veces mucho mejor que los psicólogos modernos, que el instinto natural del amor y la procreación no puede ser aislado del resto de la existencia humana, sino en este su verdadero centro. No puede ser suprimido, sino solamente transformado, transfigurado y canalizado, en calidad de amor de Dios y del prójimo, por la oración, el ayuno y la obediencia en nombre de Jesucristo. Estas virtudes son codificadas y sistematizadas en las reglas monásticas, mas de otra manera condicionan también la vida cristiana de los que escogen una vida célibe al servicio del mundo.
Una de las causas más importantes del actual problema concerniente al celibato de los sacerdotes en la Iglesia Católica Romana es que la exigencia del celibato es aún obligatoria, mientras que la espiritualidad, que sirve habitualmente de ámbito natural y sin la cual el celibato aparece insoportable y sin necesidad, no lo es más. El breviario, la misa cotidiana, un modo de vida sacerdotal particular, el aislamiento del mundo, la pobreza, el ayuno, todo eso ha sido ahora abandonado. El sacerdote no está más especialmente limitado en la satisfacción natural de sus deseos de alimento, de bebida, de comodidad y de dinero, y no sigue más una real disciplina de oración. Su celibato está así privado de su significación espiritual —dirigida hacia el Reino—, que sólo puede ser esjatológica. ¡A qué distancia del Reino se encuentran los habituales presbíteros cómodos y cuán contradictorios son los llamados de la teología moderna a un compromiso en el mundo y a una responsabilidad social, únicas formas por las cuales el Reino será revelado! ¿Por qué entonces el celibato?
La tradición de la Iglesia, en su conjunto, es absolutamente unánime en mantener la idea de que una pureza auténtica y la vida monástica no pueden ser practicadas más que en las comunidades monásticas. Sólo personalidades aisladas y particularmente fuertes pueden vivir un celibato verdadero viviendo enteramente en el mundo. La humildad es probablemente la única virtud que puede realmente ayudarles a superar las dificultades de esta vida, mas, como lo sabemos todos, es de lejos la virtud más difícil y por consiguiente la más rara.
La tradición monástica ha siempre sido reconocida en la Ortodoxia como el testimonio más auténtico del Evangelio de Cristo. Como los profetas del Antiguo Testamento, como los mártires (testigos) del cristianismo de los primeros siglos, los monjes hacen al cristianismo creíble. Mostrando que se puede llevar una vida de oración y de culto luminoso, alegre, plena de sentido, sin ser dependiente de las “condiciones normales” de este mundo, dan una prueba viviente de que el Reino de Dios estaba verdaderamente en medio de nosotros. El retorno a una tradición semejante sería particularmente significativo en medio de nuestro mundo secularizado y militante. Una humanidad que pretende hoy que ha “alcanzado su mayoría de edad” no pide la ayuda del cristianismo en su búsqueda por un “mundo mejor”. Ella puede, sin embargo, estar de nuevo interesada por la Iglesia, si la Iglesia es capaz de mostrar un mundo no solamente mejor, sino verdaderamente nuevo y diferente. Es esto lo que tantos jóvenes buscan, pero que descubren desgraciadamente en medio del budismo zen, y generalmente en medios psicodélicos u otros modos de escaparse hacia... la muerte.
Los monjes son los testigos de este Nuevo mundo. Si hubiera más comunidades monásticas auténticas entre nosotros, nuestro testimonio sería más fuerte. Sin embargo, la nueva creación de Cristo es accesible a todos, en toda su belleza, a través del amor en el matrimonio, a condición de que, con San Pablo, lo aceptemos y lo comprendamos en relación a Cristo y a la Iglesia.
Vladika +Afanasij
Eparca de Guadalajara y de Todo Jalisco
Iglesia Ortodoxa Ucraniana en México
Patriarcado del Kiev y de Toda Rus'-Ucrania
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